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An Ordinary Day

2020 WINTER

Vida

UN DÍA CUALQUIERA Felicidad con un simple toque

Lim Chun-sik lleva 43 años friendo kkwabaegi (rosquillas retorcidas) en un mercado callejero tradicional en Seúl. Para él, cada día es tan simple y sabroso como las delicias que vende a largas colas de clientes.

Lim Chun-sik lleva más de 40 años vendiendo kkwabaegi en el mercado Yeongcheon, Seúl. Tras amasar la masa hace hebras finas, las lanza al aire y las convierte en una rosquilla retorcida en un abrir y cerrar de ojos.

El mercado de Yeongcheon no está entre los mercados tradicionales famosos de Seúl. Su apogeo acabó cuando un paso elevado y una remodelación engulleron la zona de Independence Park, reduciendo considerablemente el mercado, otrora en expansión. Aún así, quedan algunas entrañables tiendas, y una de ellas atrae tanto a trabajadores del barrio como a vecinos de distantes apartamentos de gran altura.

A la entrada del mercado, con las puertas abiertas de par en par, hay una pequeña tienda llamada Darin Kkwabaegi (Maestro artesano en rosquillas retorcidas). Podría sonar jactancioso, considerando que cientos de puestos venden kkwabaegi en la capital. Pero un bocado de las que ofrece Lim Chun-sik, su propietario, suele bastar para convencer a cualquier fan de las rosquillas de que “maestro” no es un eufemismo.

En el desvío del mercado resuena una voz de la tienda de Lim que saluda, toma pedidos y llama al próximo cliente. La escena parece animar a todos, tanto a los que aguardan largas filas esperando turno o los que muerden sus kkwabaegi con satisfacción, como a los espectadores que disfrutan la escena.

Kkwabaegi se prepara enrollando masa de harina larga y delgada, doblándola por la mitad y retorciendo ambos extremos, casi como una cuerda que luego se fríe en aceite. Sus raíces se remontan al mahua, una delicia tradicional horneada de la antigua China. Al ser una especialidad de Tianjin, en el norte de China, hallar mahua tradicional es bastante difícil.

Dicen que los coreanos étnicos de Yanbian, en el noreste de China, comenzaron a fermentar la masa con alcohol o levadura, creando una versión más suave llamada tarae-tteok, literalmente “pastel de madejas”. Y en Corea les agregaron azúcar, enfatizando su dulzura. Algunas personas separan el kkwabaegi, fuertemente retorcido, con los dedos antes de comerlo, y otros lo muerden entero. Pero de cualquier forma, es una delicia.

Desde que Lim salió en el documental semanal de televisión de SBS “Master of Living”, la cola de clientes es cada vez mayor en su tienda de rosquillas.

Trabajar desde los 13
Darin Kkwabaegi es fruto del esfuerzo familiar. Junto a Lim trabajan su esposa, su hijo, su nuera y su hermano menor. El letrero de la tienda dice “Un legado de 42 años”, pero eso cambió en 2019, y en 2021 marcará su 44 aniversario.

Lim, el mayor de cuatro hijos de la provincia de Jeolla del Sur, perdió a su padre en sexto grado. Para ayudar a su madre, que intentaba mantener sola la casa, partió hacia Seúl al terminar la primaria. A la edad de 13 años, Lim empezó a trabajar y nunca regresó al aula. Terminó en el mercado Yeongcheon, donde un amigo de su ciudad natal tenía una tienda de twigim (buñuelos).

“Originalmente este era el callejón tteok (pastel de arroz)”, explica Lim, señalando la línea de su tienda. “Todo eran tiendas de tteok o de twigim. Entonces un día alguien trajo un kkwabaegi y me dijo: ¿Y si pruebas? Fue escuchar eso y comenzar a hacerlos. Entonces no había ninguna tienda de kkwabaegi. Fue antes de que se volvieran populares, pero aquellos que las probaban, decían: son dulces y saladas, sabrosas, fáciles de digerir, etc.”

Lim y su amigo trabajaron 10 años juntos y finalmente, en 1977, Lim abrió su propio negocio. Se quedó en el mercado de Yeongcheon solo porque le era familiar. Antes era mayorista. Trabajaba desde antes de amanecer haciendo kkwabaegi que ponía en cajas, que por la mañana recogía un repartidor para llevarlas a un restaurante provisional cerca de un comedor escolar y de una obra en construcción próxima. Pero ese trabajo tan duro, consumía veinte sacos diarios de harina de 20 kg, le desgastaba.

Por suerte para su salud, el restaurante y la cantina cerraron, y Lim comenzó a vender a particulares. Sus rosquillas recién hechas triunfaron y rápidamente llegaron los clientes habituales. En poco tiempo, el boca a boca se extendió y muchos amantes de las rosquillas venidos de lejos se unieron a la cola.

Para garantizar la calidad y por gusto, Lim come tres o cuatro kkwabaegi al día. “Primero porque es sabroso, y también para ver si quedó bien o necesita algún retoque. La cantidad de sal, la cantidad de azúcar, la cantidad de agua, el tiempo dedicado a amasar… todo es importante”.

La tienda es un negocio familiar. Lim y su hermano menor hacen la masa, y su esposa y su hijo se encargan de freír. Su nuera toma los pedidos y envuelve los kkwabaegi.

Show de masa
Además de obtener una delicia de repostería, los clientes ven un espectáculo. Una de las razones que justifican las largas colas es la llamativa técnica de Lim.

Cada lote de masa comienza con 40 kg de harina. Luego agrega azúcar, margarina, agua tibia y levadura viva, y comienza a amasar, estirar y golpear. La masa fermentada se extiende y se corta en trozos rectangulares de unos 3 cm de ancho y 15 cm de largo, que se estiran en “cuerdas” finas y delgadas, que se doblan por la mitad y se lanzan – zumbido- al aire, y se retuercen con forma agradable antes de aterrizar con un golpe satisfactorio. No solo mantienen el grosor y el tamaño: todo el proceso hipnotiza. Cautivados por su técnica, los clientes otorgaron a Lim el apodo de “maestro”.

La frescura es primordial. Cada lote de masa está calculado para durar poco. Si se deja reposar mucho, el color cambia y el sabor ya no será el mismo: el kkwabaegi debe freírse y venderse en las tres horas siguientes al amasado. Y como prepararlos de antemano arruina el sabor, cada kkwabaegi se sirve frito y bien caliente. Obviamente, esto distingue enormemente los kkwabaegi de Lim de los que pueden aguantar horas en panaderías y supermercados.

Para una jornada laboral que comienza al amanecer preparan tres lotes de masa. Lim se levanta a las 5:30 y solo tarda cinco minutos a pie en alcanzar su tienda de 40 metros cuadrados. Llega a las seis y la primera ola de clientes comienza 30 minutos después. Llueva o truene, esperan afuera pacientemente. La tienda es demasiado pequeña para que quepa cualquier persona ajena a los Lim, por lo que la única opción es hacer cola.

“Vienen señoras de la limpieza que entran pronto, o gente que trabaja en escuelas u hospitales. Para algunos es un sustituto de la comida, y otros las llevan para compartir con sus compañeros de trabajo. Ya sabes, puede ser agradable comer algo de dulce por la mañana”, resalta Lim.

Una vez terminan las prisas matutinas, sobre las 10 en punto, Lim desayuna/almuerza. Luego llega la fiebre del almuerzo con los oficinistas. A las dos o las tres de la tarde, el tercer lote de masa se acaba y la tienda se cierra y se limpia. Después, los Lim se separan y siguen con su vida. Al dueño le gusta hacer ejercicio y jugar al golf en pantalla.

“Es agotador y requiere esfuerzo, claro. Pero, ¿qué trabajo da dinero sin esfuerzo? Como trabajo, hacer kkwabaegi es francamente elegante”.

Sabor inmutable
Los precios de Lim siguen siendo desconcertantemente bajos. En muchas tiendas similares, tres kkwabaegi cuestan unos 2.000 wones. Lim los supera a todos los niveles, presentando una terna inigualable de calidad, cantidad y precio: vende cuatro kkwabaegi por 1.000 wones. Sorprendentemente, aunque los ingredientes sí habrán subido, el precio no ha cambiado en los últimos 10 años. Es razón suficiente para preocuparse por el margen de Lim.

“Bueno, es una empresa familiar y no tenemos costes de personal. No usamos huevos ni leche; lo hacemos a la antigua y los precios van en consonancia. Una parte de mí querría subir el precio, claro, pero la economía no va tan bien estos días y esto es suficiente para vivir, así que mantendré este precio. A los clientes les encanta que seamos baratos”.

Lim intentó reemplazar tanta dedicación manual con una máquina de amasar, pero asegura que la masa tenía un sabor horrible. “Si me sabe mal a mí, a mis clientes también les sabrá mal. Y si los clientes dicen que sabe mal, bueno, eso nos hará sentir mal a todos. Así que quité la máquina”, explica.

“Es agotador y requiere esfuerzo, claro. Pero, ¿qué tipo de trabajo da dinero sin esfuerzo? Como trabajo, hacer kkwabaegi es francamente elegante. No lleva mucho tiempo de preparación: solo has de amasar, freír y ya lo tienes. Luego, al terminar la fritura, tiras el aceite. Hecho. Y tampoco hay que hacer inventario”.

Desde que las rosquillas retorcidas de Lim captaron la atención de los medios, recibió ofertas para hacer franquicias. Pero como insiste en amasar a mano, y freír y vender la masa de inmediato, sería imposible supervisar varias tiendas. Quizá sería posible si Lim tuviera aprendices, pero conserva esa opción en el estante con la misma terquedad que ha creado y mantenido constante el sabor de sus rosquillas durante décadas. Día tras día, solo sus manos y papilas gustativas saben cuándo la masa es correcta. Y la adicción de sus clientes agrega un signo de exclamación.

“Comes uno, entonces te das la vuelta y estás deseando otro. Eso dicen. He visto a alguien comer 10 de una sola vez. Algunas personas las congelan en casa y las recalientan con una sartén, mientras otras usan el microondas y las espolvorean con azúcar una vez están blandas. Las abuelas las cocinan al vapor en sus ollas arroceras, y los jóvenes en sus freidoras. Una abuela compró tantas una vez que le pregunté: ¿Cómo va a comerlas todas? Y ella me respondió: No te preocupes por eso, las comeré como me las coma, tú solo preocúpate por venderlas”.

Kkwabaegi es un dulce común que puede hallarse en cualquier panadería del barrio, pero su sabor difiere sutilmente según cómo se haga. La masa del Sr. Lim no lleva huevo ni leche, por eso sus rosquillas tienen un sabor sencillo y ligero.

Felicidad medida
“Mi familia nunca fue acomodada, ya sabes, así que comencé a trabajar muy joven. Empecé desde abajo, sin nada. Las habilidades que pude aprender, ser muy trabajador… eso y estar siempre al tanto de los corazones y las mentes: eso fue todo lo que me trajo a donde estoy hoy. Tengo un hijo y, tras graduarse en la universidad, trabajó en una oficina durante unos años. Luego dijo que quería venir a trabajar aquí. Al principio me opuse. El mundo es mejor ahora, y él había tenido una excelente educación. Quería una vida más fácil y cómoda para él. Además, una cosa sería que solo tuviera que esforzarse mi hijo, pero también sería difícil para mi nuera. Este tipo de trabajo necesita “todas las manos a la vez” y realmente nadie puede permitirse tomarlo con calma. Aún así, intente encontrar a alguien de mi generación que no haya tenido problemas en su vida. Felicidad y satisfacción hoy: eso es todo lo que podemos esperar. No me importa mucho hablar de lo mal que solían ser las cosas. Trabajar duro ahora y trabajar feliz: eso es lo que importa”.

Lo que Lim pide a la vida tampoco es tan extraordinario.

“Me gustaría que mi familia y los míos tuvieran buena salud. Eso es todo. En toda mi vida jamás probé suerte en la bolsa de valores, ni siquiera he comprado un billete de lotería. Si solo gano diez mil wones, bien, entonces solo gasto diez mil wones. Perdí a muchos amigos cuando trabajaba duro y ganaba tanto... todo por dinero. Si salgo y hay gente con más dinero que yo, simplemente pagaré la cena de todos con mi tarjeta de crédito”.

“Siempre puedo ganar más dinero haciendo más kkwabaegi. Entonces, la gente piensa que soy rico, pero no es necesario apartarles y explicarles que no lo soy, ¿verdad? Quiero decir, tengo un hijo y también un nieto… eso me convierte en un hombre rico, ¿no? Soy rico porque soy feliz, eso pienso”.

La vida de Lim, como su kkwabaegi, es simple y dulcemente sabrosa. Son las tres de la tarde: al terminar su jornada laboral, Lim se sacude la harina de encima y sale de la tienda con paso ligero. Para el mundo apenas es mediodía: medidos bocados de felicidad le esperan por doquier.

Hwang Kyung-shin Escritor
Ha Ji-kwon Fotógrafo

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